Article d 'opinió: A les sis a casa
La vinculación cultural de los jóvenes con el mundo del trabajo está cambiando. Nuestro país asiste a una imparable revolución en relación con el valor práctico, pero también simbólico, que otorgamos a nuestra actividad profesional, y con el tiempo que nos gustaría dedicarle. Sin duda, estamos en mitad de un proceso equiparable a la incorporación de la mujer al mercado laboral. Quizá no tan provisto de carga ideológica ni política, pero sociológicamente mucho más transversal. Se está produciendo una fractura en los roles del hombre y la mujer. La larga lucha por la igualdad está ayudando a romper viejos esquemas, y a la vez está abriendo otros que conviene entender y, por qué no decirlo así, gestionar.
En cualquier caso, podría confirmarse que la conquista del espacio laboral de las mujeres ha sido uno de los desencadenantes efectivos de esta profunda transformación. Pero no ha sido el único. Hay que añadirle dos más. El primero ha sido la mutación del trabajador-productor al trabajador-consumidor. El desarrollo económico en Occidente se ha basado en nuestra productividad, pero también en nuestra dimensión de consumidores.
EL TIEMPO para consumir ha adquirido un valor económico para los que venden y para los que compran. La industria del ocio en un mercado de servicios tiene cada vez más relevancia. La materia prima del ocio es el tiempo. Y la suma del tiempo de dedicación al consumo y las horas de prolongación de la jornada laboral tienen consecuencia directa sobre los horarios comerciales. Por eso, algunos creen que hay que sacrificar a miles de trabajadores del comercio que deben renunciar a su derecho a la conciliación.
Segundo: la precarización del trabajo también ha supuesto un declive en su valor como eje vertebrador de la vida de cualquier persona. ¿Alguien creía que los salarios bajos, la temporalidad y el subempleo no pasarían factura, en términos de valor social, al concepto de trabajo, vinculado a la ética del esfuerzo y el sacrificio personal? Que nadie se engañe: la mayoría de los jóvenes no aspiran a que el trabajo sea el relato de su vida. Quieren vivir. Y esto no significa derrochar euros ni frivolizar con las responsabilidades vitales que cada cual quiera asumir. Eso simplemente significa enriquecer la vida, desarrollando todas esas dimensiones que también conforman al ser humano, y hacerlo con la suficiente disponibilidad y calidad de su tiempo. Quiere decir liberar espacio de nuestro tiempo diario al servicio de los asuntos colectivos, al servicio del interés general, de la comunidad.
Esta es la vieja reivindicación de las 40 horas y, más cerca, de las 35 horas semanales, pero actualizada en forma de organización racional de la jornada. En este sentido, es evidente que la racionalización del tiempo de trabajo redunda sobre la productividad. Las cifras así lo demuestran. Francia, Gran Bretaña, Alemania e incluso Italia tienen una organización diferente de la jornada y nos ganan en capacidad de producción. Los horarios intensivos, junto con una mayor tecnificación de los procesos productivos y una mayor cualificación de los trabajadores, suponen una alternativa factible al modelo español, basado en la prolongación del horario de presencia en el trabajo.
Los ejecutivos y jefes de los países más desarrollados lo tienen claro desde hace tiempo. Un cuadro técnico de Alstom, en París, finaliza su jornada a las cinco de la tarde, mientras que sus homólogos en Catalunya pueden hacerlo a partir de las ocho. En nuestra cultura del trabajo se espera que el compromiso del directivo con la empresa se traduzca en horas de más, sin evaluar el valor real en términos de productividad. Los jefes deben liderar los equipos y alcanzar objetivos de negocio, pero no al precio de una vida personal y familiar inexistentes ni un incremento del riesgo de enfermedades relacionadas con la ansiedad.
El informe PISA sobre el estado de la educación en Europa, con relación a España, ha detectado que en la raíz de los discretos resultados escolares de nuestros niños se encuentra también una falta de atención continuada y de calidad por parte de los padres en el seguimiento de los estudios de sus hijos. Debe hacernos reflexionar si tenemos en cuenta que nuestro país es uno de los que tiene un índice más elevado de fracaso escolar.
LA REVOLUCIÓN cultural del uso del tiempo afecta a los valores que hasta hoy nos han explicado y que queremos cambiar, porque queremos vivir de otro modo. Y esta transformación profunda la ponen en marcha los jóvenes más preparados que ha dado nunca nuestro país. Los que ya han interiorizado que no se jubilarán en la empresa donde les hicieron el primer contrato; los que envían currículos para encontrar un trabajo que se ajuste a su formación; los que luchan para abandonar el triste distintivo de mileuristas; los que descubren el mundo con vuelos low cost y los que comparten el alquiler con tres más. Los que quieren salir a las seis de la tarde para disfrutar de su tiempo, para disfrutar de su vida.
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Trabajar el doble en casa
Fundamentando la conciliación
Caduca el concepto de jornada, nace el de eficacia
La vinculación cultural de los jóvenes con el mundo del trabajo está cambiando. Nuestro país asiste a una imparable revolución en relación con el valor práctico, pero también simbólico, que otorgamos a nuestra actividad profesional, y con el tiempo que nos gustaría dedicarle. Sin duda, estamos en mitad de un proceso equiparable a la incorporación de la mujer al mercado laboral. Quizá no tan provisto de carga ideológica ni política, pero sociológicamente mucho más transversal. Se está produciendo una fractura en los roles del hombre y la mujer. La larga lucha por la igualdad está ayudando a romper viejos esquemas, y a la vez está abriendo otros que conviene entender y, por qué no decirlo así, gestionar.
En cualquier caso, podría confirmarse que la conquista del espacio laboral de las mujeres ha sido uno de los desencadenantes efectivos de esta profunda transformación. Pero no ha sido el único. Hay que añadirle dos más. El primero ha sido la mutación del trabajador-productor al trabajador-consumidor. El desarrollo económico en Occidente se ha basado en nuestra productividad, pero también en nuestra dimensión de consumidores.
EL TIEMPO para consumir ha adquirido un valor económico para los que venden y para los que compran. La industria del ocio en un mercado de servicios tiene cada vez más relevancia. La materia prima del ocio es el tiempo. Y la suma del tiempo de dedicación al consumo y las horas de prolongación de la jornada laboral tienen consecuencia directa sobre los horarios comerciales. Por eso, algunos creen que hay que sacrificar a miles de trabajadores del comercio que deben renunciar a su derecho a la conciliación.
Segundo: la precarización del trabajo también ha supuesto un declive en su valor como eje vertebrador de la vida de cualquier persona. ¿Alguien creía que los salarios bajos, la temporalidad y el subempleo no pasarían factura, en términos de valor social, al concepto de trabajo, vinculado a la ética del esfuerzo y el sacrificio personal? Que nadie se engañe: la mayoría de los jóvenes no aspiran a que el trabajo sea el relato de su vida. Quieren vivir. Y esto no significa derrochar euros ni frivolizar con las responsabilidades vitales que cada cual quiera asumir. Eso simplemente significa enriquecer la vida, desarrollando todas esas dimensiones que también conforman al ser humano, y hacerlo con la suficiente disponibilidad y calidad de su tiempo. Quiere decir liberar espacio de nuestro tiempo diario al servicio de los asuntos colectivos, al servicio del interés general, de la comunidad.
Esta es la vieja reivindicación de las 40 horas y, más cerca, de las 35 horas semanales, pero actualizada en forma de organización racional de la jornada. En este sentido, es evidente que la racionalización del tiempo de trabajo redunda sobre la productividad. Las cifras así lo demuestran. Francia, Gran Bretaña, Alemania e incluso Italia tienen una organización diferente de la jornada y nos ganan en capacidad de producción. Los horarios intensivos, junto con una mayor tecnificación de los procesos productivos y una mayor cualificación de los trabajadores, suponen una alternativa factible al modelo español, basado en la prolongación del horario de presencia en el trabajo.
Los ejecutivos y jefes de los países más desarrollados lo tienen claro desde hace tiempo. Un cuadro técnico de Alstom, en París, finaliza su jornada a las cinco de la tarde, mientras que sus homólogos en Catalunya pueden hacerlo a partir de las ocho. En nuestra cultura del trabajo se espera que el compromiso del directivo con la empresa se traduzca en horas de más, sin evaluar el valor real en términos de productividad. Los jefes deben liderar los equipos y alcanzar objetivos de negocio, pero no al precio de una vida personal y familiar inexistentes ni un incremento del riesgo de enfermedades relacionadas con la ansiedad.
El informe PISA sobre el estado de la educación en Europa, con relación a España, ha detectado que en la raíz de los discretos resultados escolares de nuestros niños se encuentra también una falta de atención continuada y de calidad por parte de los padres en el seguimiento de los estudios de sus hijos. Debe hacernos reflexionar si tenemos en cuenta que nuestro país es uno de los que tiene un índice más elevado de fracaso escolar.
LA REVOLUCIÓN cultural del uso del tiempo afecta a los valores que hasta hoy nos han explicado y que queremos cambiar, porque queremos vivir de otro modo. Y esta transformación profunda la ponen en marcha los jóvenes más preparados que ha dado nunca nuestro país. Los que ya han interiorizado que no se jubilarán en la empresa donde les hicieron el primer contrato; los que envían currículos para encontrar un trabajo que se ajuste a su formación; los que luchan para abandonar el triste distintivo de mileuristas; los que descubren el mundo con vuelos low cost y los que comparten el alquiler con tres más. Los que quieren salir a las seis de la tarde para disfrutar de su tiempo, para disfrutar de su vida.
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