El activismo corporativo ha ganado peso en los últimos años en las empresas que, por voluntad propia o presión social, cada vez han tomado más partido ante asuntos que afectan a la sociedad, una tendencia que se ha visto acelerada por hechos como la crisis de la Covid-19, la Guerra de Ucrania o, en un ámbito más local, la sentencia contra el derecho al aborto en Estados Unidos.
Las y los CEO de las empresas están frente a una disyuntiva creciente, mantener su tradicional perfil bajo, sin asumir riesgos, pero perdiendo la posibilidad de alinearse con una parte de la opinión pública y demostrar que tienen preocupaciones más allá de sus negocios; o convertirse en activistas, lo que podrá ocasionar más quebraderos de cabeza, pero sin duda les ofrecerá la oportunidad de tener en sus manos la construcción de un mundo más justo.
El activismo corporativo va más allá de la concepción tradicional de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE), que es la contribución al desarrollo humano sostenible, o de los criterios ESG -siglas que se corresponden a las palabras en inglés Environmental, Social y Governance- y que se refiere a los factores que convierten a una compañía en sostenible a través de su compromiso social, ambiental y de buen gobierno, sin descuidar nunca los aspectos financieros.

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